4/27/2008

TE VISITO

Te visito
en las sombras lo hago
y te haces el lugar
Excusa es el sueño
la pesadilla, mujer.
Sin embargo no sonríes de espanto.

Jorge Alberdi –08-2005

'Carmilla', de Sheridan Le Fanu

El célebre relato, pre 'Drácula'.
Si tuviese que designar un texto que encarnara lo que considero erotismo en la literatura, no lo dudaría, es 'Carmilla'.
Lo dejo en 'Lecturas y Miradas', para quien guste.

Sheridan Le Fanu: http://es.wikipedia.org/wiki/Sheridan_Le_Fanu

4/25/2008

ESAS RARAS ENFERMEDADES NUEVAS

Males opuestos con perjuicios semejantes. Pedro padecía hiperpenis, una rara enfermedad que hacía que su pene, erguido en toda su potencia, al entrar en contacto con la mucosa vaginal, por una indeseable reacción alérgica, acrecentase tres veces su tamaño normal, tanto a lo largo como a lo ancho. Salvo contadas, y descalificadas, excepciones, ninguna mujer toleraba semejante desmesura, por más que en el imaginario popular esto esté desmentido. Pedro estaba condenado a relaciones por vía anal o, eventualmente, al uso de doble condón, porque el más mínimo contacto desencadenaba la terrorífica inflación. Esto último le anulaba toda sensibilidad, y lo primero lo hundía en un mar de culpas; es que Pedro era un hombre muy religioso, con lo cual, en ninguno de los casos lograba una verdadera satisfacción. Pablo, en las antípodas, sufría de hipopenis. Caprichosa afección que hacía que su miembro viril, literalmente, se arrugase y escondiese por completo apenas lo acercara al flujo vaginal. Le quedaban las mismas alternativas que a Pedro, pero qué mujer que se precie aceptaría así, sin más, ni menos, tan mezquino intercambio. Pedro y Pablo se conocieron en lo del médico, mejor dicho, en la sala de espera de un consultorio. Entablaron conversación porque ambos mataban la espera coincidiendo en la lectura de un trópico de Henry Miller. Solían encontrarse y tomar algunas copas juntos. A pesar de esto, ninguno había confiado al otro el motivo de su concurrencia al especialista y las horas se les pasaban, entre brindis y brindis, en medio de relatos de lujuriosas hazañas. Por las noches, cada cual en su cama, con un estremecimiento, recibía complaciente la visita de Onán.

4/24/2008

VAINA (S)

Te pega en la ancha banda del asfalto. Cuando llueve como escamas de pez, cuando brilla por los faros raros de soles movedizos. Al cruzar la estridencia de luces, y en el vuelco de un reflejo, un retrovisor ojo que se intuye. Ella se sube al esmerilado rodado, y latínico cofre de encierros. Frotar la lámpara hasta hacer emerger al genio, que es humo diablo solo humo en la pampa de los sentidos. El labio que brilla y se estremece en el espejito, sabroso resto de luz rojiza, jugo de un tinto acaramelado que se desborda de la copa de cristal, pulposo como una frambuesa. El parabrisas, el resquicio de la caja de Pandora, todas se encierran. Metálicos vestidos en las noches de hambruna, metonímica escafandra para esconderse o para exponerse. Lustrosas y ajustadas, imaginadas o intuidas, en el gabinete oscuro, con el aire de fragancia de provocación, soñándose soñadas, sin destino o con el de la fantasía. Aroma a misterio, a distancias, a efluvios de sexo festivo. Vainas, cerraduras llaves rodantes que embriagan la ciudad. Dejan las ráfagas de las miradas, o el desinterés. Flacas, gordas, hombrunas, sedosas, rubias o teñidas, negras o marcianas, altas o bajas, atoradas en la miseria de un juego sin resolución. De refilón te juna, o te ignora, pasa de largo vuelve a casa o se raja, ronda honda en la penumbra que la oculta, en esa cáscara carnosa de sintético. Vigorosa en la estampa te espanta, pone esa lejanía de humo, con su dibujo de deslices y curvas ansiadas, gelatina textil que la desnuda como a la funda de un arma blanca. Un cigarrillo antes de lanzarse a la marcha. Luz Roja, peligro, gira la cabeza y un abismo te ilumina, un abismo azul, oleoso. Y el hambre latiendo haciendo huecos en el periplo, abandonando el cuadro. ¿Dónde? ¿Quiénes? Quienes en resuelto deambular disparan la ineficacia de hombre solo, de lobo desguarecido cansado de soplar casamatas, de lamer estampillas, de fusionar hermanas con amantes, de doblegar el esperma impertinente, de amasar el deseo y fregarlo contra los muros de las paredes, de los carteles que te anuncian inalcanzable, de retorcerlo contra el rizado venus sin brazos, contra las montañas rosadas de la cosmética, contra el picante surco húmedo. El ojo cazador acierta pero el movimiento se lleva la sonrisa de triunfo vano. El ojo sueña y lava el rostro cuya máscara de sombras no conocerás en la velocidad, vana también. El ojo muerde ese otro ojo sin edad, sin color o con el horizonte de todos los colores posibles. Ese ojo que ya te abandona, que se lanza y avanza por el éter, inútilmente, hasta desvanecerse. Pasa en un segundo, pasan en un segundo. Efímero es el talante, y efímera es la imagen, envainada, modelada en plástico, fibra y metal. Láser de olvido, fragante presa que se fue con la tecnología, con las pantallas azules de los video clips, con las películas neblinosas de la estética, con la película del lustre, con la cutícula de las medias largas y hondas de texturas y membranas de piel sin grumos. Luz Verde, chirriar, humo, aromas, intuiciones, apenas huellas de ellas. Hidrocarburo, perfume de mujer

(Envueltas. Enlatadas, como guantes de acero. Distantes siempre, ajenas al mundo. Me hundo en esa blasfemia que en vano invoca un conjuro. Ni desnudadas ni embozadas. Suaves, suaves como las faldas que se pliegan sobre la butaca suave, tersa, suntuosa como esas piernas que se abren y exhalan el perfume de la locura, con esos breves movimientos sobre los pedales. No. No hay calidez en la imaginación, no hay una nación de despojos anhelantes de deseos con nombre y apellido, de miradas que se corresponden. No hay un gesto, un tornillo, una sonrisa, una correa de distribución, un bostezo, un cilindro, un parpadeo, una bujía, un agitar de cabellos, una caja de cambios, un murmullo cadencioso, un burro de arranque. La gloria está puesta en la oscuridad. Y es en vano que cada músculo proyecte sus ganas, la cápsula se irá al quinto infierno, cuando la luz verde le dé el paso. Hidrocarburo, perfume de mujer).

4/22/2008

DIJE: COJIDAS, NO COGIDAS...

Tendría que tener algo más que la vasta gran intención, gran puta, de pasar a máquina inanimada la mala letra de mi amigo. Digo, repaso el oso raspado del lastre, lastra la pluma sobre el pelpa, informe informe de una escritura extraída y extraviada. ­Cuántas veces querido compañero hemos dado en el clavo de la clave de nuestra -previas distancias amputadas- época!! Pero en vano bala el cordero a manos del guacho que lo amarra, les diremos que dormíamos mientras celestiales críticos se ocupaban de otras figuras, otras fisuras. ¿No te harta esta paja escrituraria que insiste en sobreponer el paradigma sobre la horizontalidad de las figuradas paralelas? ¿No es para lelos precisamente este pajonal donde la cabeza rodada hiede? Miremos por el ojo de la cerradura a nuestros padres que yacen cocidos por el calor de la frazada que ahoga y envuelve como las instituciones, calentitos, calientitos, cogiditos todos de las bolas, amarraditos ellos como amarraditos los dos espuma y terciopelo y rozamelarraya. ¿impúdico y confuso, verdad? ¿Qué pensará la gente, qué confusa bagatela entretejerá un culebrón? Deslices del sentido aburrido. Leo claves de un cerrado monólogo escrito por demasiados monjes sodomitas que tejen la maraña con sus culos y sus pijas -infantilismo ligado al deseo del trencito eléctrico lejos en los escaparates-. Claves enclavadas en jardines floridos con olor a gato podrido (oh! la rima que se arrima para tentarme siempre), hueles mal pequeña emponzoñada que flaca te estirarás, y fea, pálida como un espárrago, chupada nunca cojida, obligada a someterte a las caricias de tus pares, rezongarás frente a la asamblea de Los Directrices, o ante tiernas y lustrosas adolescentes que son serán un bocado que no te pertenece. Muchacho, apelo a tu juicio fructuoso, mirá el desierto y rajate un sonoro pedo, invocación de un buen hombre a sus lejanos ancestros intelectuales, decliná un poco el pelo para que la caspa de un honorable guerrero caiga como nieve, Apollinaire presente. Muchacho no escatimes esfuerzo para que tu verso abra las piernas de las nínfulas ante ti, las que quedan, las que movidas por un deseo menos siniestro que La Gran Cámara de TV, nuevo rostro del Señor, quieran ser cojidas por el autor, sí, ese estúpido mono que se contonea con la palabra y el mirar.
Jorge Alberdi (1992)

4/20/2008

EL HUMO DE LA CALLE

No sé. Pienso que el humo de la calle nos envuelve en un manto de cultura y naturaleza difícil de separar. La gran ciudad se olvida de la diversidad en su propia multiplicidad y alguien, tal vez un hombre, espera solo el amor de su vida, tal vez una mujer, impoluto mientras su amor se descose en cada encrucijada o con juguetes gelatinosos que huelen y saben a esencia artificial de frutillas demuele los colchones de gran tamaño mientras en la tevé una murga le trae recuerdos de su amiga vestida con flores de mostacillas y tipografía anárquica que sacude la horma de sus pechos al ritmo de un tambor huérfano. En la radio nos dicen qué bebida beber y el spam de los carteles urbanos nos atiborra de imágenes lésbicas mientras los chicos de la calle ofrecen su servicio rápido y espumoso de limpiavidrios al paso mientras sus amigos fuman en un rincón meado por perros y borrachos y sueñan con ayuda porque ya solos ni soñar pueden. Una mirada que se pierde en el serpentear de las callejuelas con subidas y bajadas y en un ciber los autómatas se me parecen y todos se me parecen mientras ella entra y yo la sigo y me apoyo en una mesa recién abandonada con el tapiz pegoteado de café y mermelada y la vuelvo a seguir con la mirada que se posa en la misma pantalla donde explota el sexo sin perfume de dos niñas que parlotean mudas antes de darse un mordisco y luego sanarse con sus propias lenguas y ella mirando sabe que otros la miran pero también eso es ya naturaleza y no pasará de allí hasta que una de sus manos se hunda entre sus piernas un segundo como para contener algo que se le escapa algo que se le va mientras sube por su garganta y la tersa barbilla le tiembla apenas lo suficiente como para que yo sepa que está viva y que, quizá un hombre, la espera en otra ciudad otro mundo sin haberla conocido solo de soñarla para que otro, quizá otro hombre, aburrido de pensar hacia dónde va se ponga a escribir su historia solitaria, otra más de las tantas repetidas, y acierte en un concurso de literatura demodé y gane un premio ínfimo que lo catapulta al abismo de la fama efímera, para volver a la nada.

Pienso que cuando ella sale el humo se ha vuelto brisa, y una llovizna le moja el pelo; que en un horizonte cercano los picos de los cerros lucen blancos, pero no lo sabe aunque pueda imaginarlo y no sé si levantarme de aquí y seguirla y arrebatarle a ese otro hombre el amor de su vida y en una esquina tirarme sobre ella y convertir la historia romántica en una película de cuarta donde el amor es tan fácil como pagar la entrada a un cine. No sé si levantarme por más que ella vuelva la cara para verme como si yo también fuese una pantalla, un monitor que arroja gemidos y babeos y movimientos rítmicos como en una extraña espiral de candombe de verano, para acercarme y morderla hasta que despierte y abra los ojos y que ellos vomiten las últimas imágenes del fin de los tiempos, imágenes que de tan repetidas ahogan su diversidad.

Me quedo donde estoy, sonriendo, sonriendo estúpidamente, total, nadie me ve, nadie tropieza conmigo y soy otro que en algún lugar una historia espera hasta desdibujarse.

ESTADOS DE CONCIENCIA

“¿Desde cuándo aceptamos que nos digan qué día amar, qué día ser felices, qué día acordarnos de nuestros amigos? ¿Desde cuándo necesitamos un día específico del año para sentirnos hijos o padres? ¡Desde que el mercado, señores, el Dios Mercado, impuso su lógica, lógica de ritual, de religión! Amigos: ¡no dejemos que hasta nuestros sentimientos formen parte de un escaparate! Si no claudicamos, si no nos dejamos seriar…”
La voz de Marconi se colaba desde la galería y se iba perdiendo hacia el pasillo principal.
El hombre en el interior bajó las persianas de la ventana que daba al patio. Sin embargo, la luz del mediodía reverberaba creando una penumbra deliciosa, líneas luminosas escribían las paredes del cuarto e, invariablemente, terminaban en capullos, hojas iridiscentes. Cerró la puerta. A esa hora estaban todos en los comedores y se podía estar tranquilo, el teléfono no gritaría, su asistente, Marisa, debía estar con las enfermeras, en la cocina, seguro.
Se desparramó en el sillón detrás del escritorio y abrió el último cajón. “Ya no fumo tabaco”, repitió en voz baja, para regocijarse con su pequeña victoria, mientras liaba el porro. Encendió el aire acondicionado, no porque hiciese calor —era un día espléndido— sino para que
+/- Continuar leyendo

no quedasen rastros del patchouli. “Patchouli”: en cuanto surgió la palabra, el aroma inconfundible, dulzón, se le hizo presente junto con el recuerdo de su madre, que no toleraba el perfume de los “jipis”. “Una manera de torturarla”, sonrió, con una breve culpa.
Encima del escritorio esperaba el informe sobre la última experiencia con ayahuasca que había supervisado la semana anterior; “Alternativas Terapéuticas: nuevas viejas prácticas”. No estaba convencido del título, aún debería darle un par de vueltas. No es lo mismo un paper para la academia que una nota de divulgación para un diario. Y en el texto ¿no estaba dando demasiado crédito al tema de los estados de conciencia ampliada? Hay un hilo muy delgado entre ser considerado innovador o loco.
Se acordó de Sergio. Le pedía el alta, pero no estaba seguro de dársela. Los resultados fueron demasiado rápidos, quizá debiera seguir el tratamiento tradicional por más tiempo, hasta lograr un dictamen certero. Algo del recuerdo lo perturbó. Tal vez fue una alucinación, pero la voz de Sergio, cuando todos entraron en trance, le llegó directa, como si hubiese ingresado por el medio del pecho abriéndose camino hasta su cerebro, o en donde quiera que el pensamiento se forme, como si fuese su misma voz. No había sido la primera vez que se establecía esa comunión en el rito de la ayahuasca. Aunque estaba muy alerta a los efectos de la sugestión, esta vez hasta alcanzó a ver las imágenes del sueño como si fuera propio. Reconoció, en el dibujo que trajo al otro día, la mantis gigante que le había hablado a Sergio en su otro estado de conciencia. Algo era cierto, el paciente ya no padecía la claustrofobia que lo acompañara desde la infancia. Él mismo se encerraba para demostrárselo a todos. Igual, no estaba seguro, podría ser una mejoría pasajera. Por más que sus seguidores lo negaran, y él mismo, la experiencia, con fines terapéuticos, no dejaba de estar provocada por una mezcla de alcaloides, y poco se sabía de los efectos secundarios. Se dice que la alteración que provoca el rito abre un canal a un estado de conciencia ampliada. Sin embargo, él tenía otra teoría: lo que se abría no era un camino a una sensibilidad mayor, sino a estados diversos de conciencia; sostenía que nuestra percepción no permite más que la experiencia de uno de ellos, eso nos impide entender que muchos de los problemas se deben a que un lazo entre un estado y otro ha quedado fijo, y en uno de los extremos el devenir no fluye, gira en torno a sí mismo, como un loop. Las implicaciones de esta versión no eran menores: otra conciencia significa otra realidad; desde el punto de vista terapéutico, y hasta filosófico, el horizonte de investigación se ampliaba impredecible. Estos lazos suelen establecerse y fijarse en algún momento de nuestra vida, merced a algún hecho crítico que logra angostar las fronteras entre una y otra realidad y que, por supuesto, no recordamos. En el rito, la conciencia personal se hace múltiple y comunitaria, todos los participantes entran en sincronía; así pueden pasar entre las diferentes capas mientras el terapeuta asume el rol de guía para ayudar al paciente a desenredar el lazo, asumirlo, resolverlo. Podría confundirse, en el psicoanálisis, con el trauma, la diferencia es que para el psicoanálisis el trauma pertenece al pasado, aquí, en cambio, se trata de estados diferentes de uno mismo, que fluyen. Borroneó, a un costado del informe, un esquema gráfico de su teoría: dos líneas paralelas que en un momento se tocan y vuelven a abrirse, una sigue y la otra, en lugar de avanzar se vuelve sobre sí.
Le dio una calada profunda a la puntita del porro que quedaba y contuvo la respiración. Desde el patio ya no llegaban voces, la siesta se establecía como un manto invisible, el barniz del sopor comenzaba a relajarlo, sentía un ardor en la punta de los dedos, era una sensación confusa; no alcanzaba a ser un dolor, se acercaba más al hormigueo, como si se le estuviesen durmiendo y las uñas se le desprendiesen. Al costado del informe había un aparato análogo a uno de esos reproductores de música portátil, un poco más grande, con un cable que terminaba en un casco con electrodos. Lo tomó entre sus manos, lo dio vuelta, luego abrió la carpeta con las especificaciones técnicas y una descripción de las pruebas realizadas con los pacientes elegidos. En un sobre anexo a la carátula había un chip de memoria y un breve listado; el número uno correspondía a Daniel Marconi, el dos a Carlos Ferreti y el tres a Jorge Barrantes. “No se privaron de nada”, pensó, en especial cuando leyó el nombre del último, el caso más complicado de la clínica.“No sé cómo me atreví a autorizar las pruebas sobre él”.
Los dos primeros no presentaban muchos problemas; Marconi tenía la fantasía del político, arengaba todo el tiempo; Ferreti hasta era divertido, vivía una fiesta permanente; Barrantes… no, con Jorge la cosa era distinta, las pesadillas lo perseguían hasta en la vigilia. Vivía aterrorizado, había que estar siempre alerta con él, la vez que las enfermeras se descuidaron hubo que buscarlo por toda la clínica hasta que lo encontraron en uno de los baños, arrinconado, con una crisis, gimiendo como un perro apaleado, tenía marcas y lastimaduras en brazos y piernas, como si se las hubiese autoinfligido, y las encías le sangraban. “Generalmente, este tipo de casos agudos provoca alguna tendencia suicida; para escapar del dolor que parecía estar atormentándolo en todo momento, Barrantes podría intentar darse muerte, pero creo que no está en condiciones de montar una idea tan compleja. Igualmente, lo controlamos durante bastante tiempo hasta estar seguros.”, les había explicado a los investigadores cuando le pidieron la autorización para la prueba de campo.
En realidad no se conocía su nombre verdadero, era un indocumentado. Lo habían traído años atrás, derivado desde otra clínica. Una de las practicantes, Georgina, se había encariñado; alguna vez tuvo un primo unos años mayor que ella, nunca supo qué fue de él, desapareció de un día para el otro, así que, en honor al inquietante parecido físico, le dio el nombre y el apellido de su primo.

Dudó en colocarse el casco. Si bien una de sus funciones en la institución era evaluar las nuevas propuestas de tratamiento, algunas, como en este caso, le exigían demasiado. ¿Si fuese peligroso? ¿Si fuese otra estafa?
La teoría no era mucho más absurda que la que sostenía las experiencias con la ayahuasca, pero reconoció que haciendo siempre lo mismo no se podía pretender resultados diferentes. Llevó el casco a la cabeza. Antes de introducirlo recordó que había visto una buena película en donde utilizaban un aparato similar, la actriz era preciosa .
Presionó el casco sobre su cabeza, introdujo la memoria en la ranura y puso en funcionamiento la máquina. Acomodó el cuerpo al sillón y se inclinó hacia atrás, estirándose. No pasó nada, salvo que por un segundo la habitación se cerró en un fundido en negro. Después, todo estaba allí. Sintió deseos de levantarse. Fue hasta la puerta y la abrió.
Dio un paso hacia fuera. Un centenar de personas lo miraban desde abajo, estaba subido a alguna tarima. La gente llevaba carteles y agitaba banderas, se escuchó hablarles, gritarles que él no era uno más, no era un político más, que confiaran, que no había llegado hasta allí para mentirles. El cielo estaba encapotado y amenazaba con caerse a pedazos. Un pequeño tumulto debajo desvió su mirada y se calló, algunas personas forcejeaban entre sí “¡Hey! —gritó de pronto —¿Acaso vamos a pelearnos entre nosotros? ¿Acaso nunca nos dedicaremos a hacer lo que hay que hacer en este país? ¿Vamos a vivir permanentemente en un presente pequeño y absurdo? ¿Nunca nos animaremos? ¿Vamos a seguir hablando de activar fábricas que al otro día se cierran sin atrevernos a fabricar un auténtico futuro? ¡Señores, somos unos cobardes, unos reverendos cobardes, nuestros hijos se mueren y nuestros abuelos también, pero seguimos tras esos fantoches inútiles como si fuésemos idólatras ciegos! ¡Si! ¡Ustedes! ¡Ustedes a los que los oídos les sangran cada vez que algunos de los pocos que nos atrevemos les gritamos la verdad!”. Debajo, el tumulto se fue transformando en una batalla. “¡Idiotas! —volvió a gritar, ya enfurecido —¿A qué han venido? ¿A qué he venido? No vine a esto, vine para que nos ayudemos…” Alguien le arrojó una piedra y le dio justo entre los ojos, alcanzó a escuchar el estallido de su cráneo antes de que la lluvia se derramase sobre la plaza y el día, o él, oscureciera vertiginosamente.

Ahora está en medio de una pista de baile. Hay luces de colores y mucho humo. Busca en derredor la banda de música, se da cuenta de que el sonido llega desde unas columnas blancas distribuidas por todo el salón, las luces de los flashes lo encandilan. Ya no está quieto, alguien lo arrastra, una mujer grande, con el rostro cargado de maquillaje donde las gotas de sudor pugnan por encontrar un lugar donde aflorar como un geiser. Es su madre, que ríe, ríe borracha. Lleva puesto un sombrero ridículo con un cuchillo de goma que lo cruza como si atravesara la cabeza, los labios pintados son una herida roja, desmesurada. Serpentinas y papeles caen creando un caos de colores y luces. Su padre —quien pareciera haber olvidado el permanente enojo con su esposa— se lleva la compañera de baile. Sabe que es feliz, aún aturdido es feliz, feliz porque esa mujer vestida toda de blanco, atrapada entre la multitud de coloridos danzantes desfigurados por la agitación y los apósitos plásticos, le sonríe. Sus ojos tienen un lazo con los de él, nada podría romperlo, es como un elástico invisible que los mantiene unidos dentro del caos de la fiesta. De pronto lo circundan aquellos que sabe son sus amigos de siempre, hacen una ronda, le gritan, se le acercan, lo empujan, retroceden. Clarisa entra en el círculo y sus amigas se suman a la ronda, la música compite con el griterío. Está radiante con su traje de novia, las mejillas sonrosadas y el peinado que comienza a soltarle algunos rulos. La abraza y la besa, vuelve a besarla mientras el círculo se cierra y se abre y él hunde la mano derecha entre el cabello y palpa la tibieza casi afiebrada de la nuca de su amada. Siente que lo toman de los brazos y lo llevan al medio, lo levantan en vilo y comienzan a balancearlo. Alcanza a ver los ojos de Clarisa, que siguen unidos a los de él, mientras lo lanzan hacia el techo de reflejos, arriba, abajo, arriba, abajo, cae acolchado sobre los brazos de sus amigos, arriba, abajo, de nuevo, allí va, más alto aún, se le hace un vacío en el estómago, se acuerda de la vez que subió a la montaña rusa y vomitó, esta vez tardó más en caer “¡Más alto, más alto!”, oye que gritan todos; arriba, abajo, arriba, abajo, balanceo y el techo se cae sobre él, el techo de colores rápidos y calientes, el techo estrellado, que ahora se aleja rápidamente, y el elástico invisible se estira al límite, y se corta.

Siente que lo toman de los brazos y lo llevan al medio, lo levantan en vilo y comienzan a balancearlo, lo arrojan y cae pesadamente, con un ruido sordo, amortiguado. Le duelen las muñecas que lleva atadas con algo que le lacera la piel. Está ciego, o mejor dicho, está oscuro, y tiene la cabeza cubierta con una capucha de tela áspera, mojada. Aquello blando sobre lo que cayó es otra persona, que no se quejó: está dormida o muerta. No, muerta no, su cuerpo emana cierta tibieza. Con las manos juntas palpa el piso, la superficie es rugosa, de piedra, o de adoquines. Ahora recuerda algo, borroso, estaba cruzando la calle Entre Ríos cuando se lo llevaron. El olor de la habitación es nauseabundo, los sentidos se van poniendo en funcionamiento de a poco, de a uno por vez, el tacto, el olfato, en la boca tiene un gusto entre amargo y salobre, aunque por ahí parece dulce; le arde la lengua, se la ha mordido innumerables veces. Ensaya una palabra, para saber si es su lengua, si aún la tiene, o es meramente una sensación refleja, como cuando a uno le cortan un brazo y sin embargo sigue percibiendo un ardor en la punta de los dedos. Le sale un sonido gutural, pero es por la hinchazón, no porque le falte la lengua, de eso está seguro. Se tranquiliza. En ese lugar que está hay otros; se oyen las respiraciones esforzadas. “Es sábado o domingo”, se dice, y recuerda por qué lo dice: “El jardín de infantes. No se escuchan las risas de los chicos de la escuela de al lado, y tampoco los gritos de los otros que están en los cuartos contiguos, hoy no se trabaja. Es domingo. ¿Los chicos escucharán nuestros gritos como yo escucho los de ellos?”. Se arrastra mientras va palpando el piso y las paredes. Topa con un cuerpo frío, es uno que está muerto. ¿Quién será, el Poliya? “¡Poliya! ¡Poliya!”, susurra.
Despierta. Le cuesta respirar, la capucha de arpillera —está seguro de que es de arpillera— se le ha secado contra el rostro. Le duele todo, la boca está tan inflamada que parece que estuviera masticando una pelota de tenis. Hoy es otro día, lo sabe porque escucha los ruidos, huele el aroma del mate cocido, imagina un sol tibio que le calienta las pelotas mientras se adormece tirado en la hierba, en una plaza, en un pueblo que no reconoce. Siente que lo toman de los brazos y lo llevan. ¿Dónde? Lo arrastran, las rodillas golpean el piso; cree que por un largo pasillo.
“¡Buen día! —le saluda una voz aflautada que finge ser de mujer— ¿cómo estamos hoy? ¿Mejor? La verdad es que el pichón de abogado está haciendo quedar bien a su tío… Bueno, es un decir, porque, por lo visto, a Barrantes, lo cagaste lindo… Te salvó cuando te estábamos por dar la cana en La Plata, te sacó del país, y el pelotudo del sobrinito, ¿qué hace? Vuelve a aparecer… ¿Qué carajos hacías en Rosario, me querés decir? Tu tío es de los nuestros, ¿sabés? Es un hombre que debe cuidar su prestigio, un hombre de bien… Está aquí, ahora.”. Otra voz, impostada también, asume el rol del tío, lo saluda y le anuncia el menú del día: “Sobrino, hoy el chef nos ha preparado una interesante versión de submarino seco”. Le parece que en la habitación hay por lo menos dos personas más. Le meten una bolsa de plástico sobre la de arpillera, la respiración se le dificulta, el aire entra por debajo, por el cuello, su propia respiración comienza a condensarse, el calor le hacer arder las lastimaduras de la cara. Vuelve a escuchar las mismas preguntas: “¿Su nombre de guerra es el boga? ¿Qué relación tenía con los carpinteros con los que compartía la habitación en La Plata? ¿Por qué volvió del Uruguay? ¿Cuál era su misión en Rosario? ¿Quiénes son sus contactos allí? ¿Conoce a alguien llamado el ingeniero? ¿Su contacto en Venado Tuerto?”. Le cierran la bolsa para que no pueda respirar. La abren cuando la desesperación hace que vuelvan a sangrarle las muñecas atadas con cable. Esto lo repiten varias veces, pierde la cuenta de cuántas. Cuando ya no resiste, le sacan la camisa, lo auscultan, le toman la presión, luego le bajan los pantalones y le tiran agua fría. “Terminó por hoy”, piensa, pero no. “Vamos a ver cómo anda Jorgito para el postre”, escucha de aquel que fingió ser su tío, mientras palpa sus testículos. “A mi, los huevos, me gustan fritos, ¿y a vos?”, dice, riéndose. Lo sientan y le atan los pies a las patas de la silla, desanudan las muñecas y las vuelven a atar, esta vez a su espalda, fijas al respaldo. Hacen las preguntas de rigor y como no contesta, le meten la bolsa nuevamente en la cabeza y la cierran. Cuando ya no soporta más siente la descarga en los genitales. El cuerpo se le contrae, se retuerce, los pulmones y la cabeza le van a explotar, eso siente, si puede realmente discernirlo así. Una vez, dos, hasta que el cielo se llena de estrellas y ya no escucha gritos, ni niños jugando, ni voces impostadas, y se duerme, pero con la terrible certeza de que volverá a despertarse en el infierno.
Cuando lo hace, aún está atado. Entre todos los dolores, sobresale el del cuello, como si la cabeza, de un latigazo, hubiese estirado la columna. No escucha ruidos, debe ser de noche, ya no siente la lengua, pero alcanza a percibir la viscosidad de esa masa que se le desliza por la barbilla y alimenta el caudal del arroyo que baja por la parte externa de la garganta. Sin embargo, en la habitación, aún hay otra persona, cerca de él, puede oír su leve respiración y hasta, le parece, percibe el ardor de su mirada. Trata de enderezar la cabeza. Una voz firme y seca le dice: “Cuando cruzaste te advertí que no volvieras al país”. Reconoce, esta vez sí, con espanto, la voz de su tío.
No supo si fue el frío o el ardor de la quemadura en la punta de los dedos lo que lo despertó. La habitación estaba helada, ya debían ser como las tres de la tarde. Apagó el aire acondicionado, limpió los restos de cenizas y abrió la ventana. Sonó el interno; Marisa le preguntaba si le pasaba la llamada de un tal Aguirre, de un diario de la provincia de Santa Fe. “Pásemelo, y traiga un café doble”.
Mientras acomodaba los papeles del escritorio, con el teléfono atrapado entre oído y hombro, corroboró que en el aire no quedara ningún vestigio. Sintió un malestar en el estómago; la angustia suele expresarse físicamente.

4/19/2008

LUPE; amor a primera lectura

Fue un chiste. Un breve comentario en respuesta a un post que arremetía contra el amor a primera vista. Una opinión rápida en el blog. Sin embargo, esa efímera marca en el post de la blogger desató el recuerdo de Guadalupe, la gallega, que habiendo estado sumergida en un olvido culposo emergió a la superficie como un cachetazo.
Es curioso como trabaja nuestra cabecita; cuando uno cree que puede lanzar las palabras así porque sí, sin consecuencias, generalmente, se está equivocando. ¿Hay azar; abandono, o destino? ¿Es cierto que el universo no es caos sino una articulada red de nexos de la cual solo percibimos una mezquina muestra gratis? Y en ese somos lo que leemos, o somos lo que escribimos ¿cómo se teje este universo?: con entradas y salidas de esa malla sin espacio ni tiempo.
Hace unos cuantos años trabajé en una empresa estatal y entre mis compañeros había uno con quien, por sensibilidad artística, llegamos a ser amigos. Pablo decidió un día de esos malos muy malos que solemos tener en Argentina cada dos por tres —o mejor: cada tres por dos—, alcanzar mejor suerte en España. Solicitó el beneficio de una licencia sin goce de sueldo por tres meses, y partió con su Pentax 1000 y un amigo fotógrafo. Su primer destino era Palmas de Mallorca.
Tres meses después se reincorporó al trabajo, pero era otra persona. Había vuelto para ultimar detalles, dijo. Tenía que arreglar algunas cuestiones de negocios que compartía con un hermano y un primo. Su idea era vender todo lo que tenía y volverse a la península, había conocido a una muchacha a la que le prometió regresar. A pesar de que no era una persona de enamoramientos repentinos, ni de relaciones duraderas con las mujeres, le creí. A fuerza de su propio entusiasmo, le creí.
Conocí a Guadalupe en unas logradas fotos en blanco y negro, fiel al estilo de Pablo, que odiaba las fotos en colores. El impacto de la imagen es muy fuerte, y uno llega a
+/- Continuar leyendo

entender ese mito del enamoramiento a primera vista. Guadalupe era una chica que había salido de la adolescencia y transmitía toda la belleza y la frescura que se puede transmitir a los veinte años. Rotunda cabellera que enmarcaba un rostro con una leve tendencia a la cuadratura; frente despejada y grandes ojos, mirada de lago transparente; boca larga, acostumbrada a la sonrisa franca.
Pablo fue reconstruyendo, en nuestros interminables viajes al interior de la provincia de Santa Fe, el derrotero de su estadía en España; cómo la conoció, los lugares por donde encaminaron sus pasos antes de llegar a una ciudad cerca de Barcelona, —donde pasó los últimos días antes de volverse al país— en casa de sus padres. A la semana llegó la primera carta, que Pablo leyó y releyó mientras trataba de acelerar los trámites de la venta del auto y esperaba la cancelación de un préstamo que había hecho a su primo. Me fue leyendo fragmentos, hasta que finalmente me dio la carta para que la leyera completa. Nunca había pasado por algo así; acceder, sin más, a la intimidad de una escritura dirigida a otro. Al principio me ganó la incomodidad, una repentina vergüenza hacía que demorara en zambullirme en la lectura, pero mi amigo insistía de tal manera que temí que tomase como un desaire mi inicial negativa; Guadalupe era su orgullo personal.
Si dije que el impacto de una imagen es muy fuerte, no tienen idea de lo que me provocó recorrer esa grafía azul, esas palabras, una tras otras, en perfecto dibujo, con una leve inclinación hacia delante. A esa edad ya había intercambiado cartas con unas cuantas amigas, y sabía qué podía esperar de una epístola amorosa. En realidad, casi todas se parecen, pegoteadas y perfumadas, llenas de signos que pretenden transmitir o exagerar expresiones; sentimientos; ahogos; deseos. Había una diferencia desde el inicio en la carta de Guadalupe; el texto estaba formulado desde otro lugar, no abordaba la cuestión sentimental directamente. Unos cuantos rodeos narrativos bien construidos; descripciones precisas de los días posteriores a la partida de Pablo, las actividades cotidianas y el color que le imprimía un estado de ánimo entre la pérdida y la espera. No había amontonamiento; el orden de la narración y de los argumentos era tan preciso como cada palabra redondeada por la lapicera fuente. La impresión que me causó fue que escribía tan naturalmente como (yo sospechaba) se reía o caminaba por entre las viñas del Penedès.
Pronto llegó la segunda carta, y Pablo aún no había respondido a la primera. La historia volvía a repetirse: me leía algunos fragmentos y trataba de proporcionarme el contexto necesario para que yo me hiciese una idea más precisa. Finalmente me entregó el papel para que lo leyera. Con un poco más de confianza, casi como un hábito, recorrí el derrotero de la letra de Guadalupe que, al final, se animaba a preguntarle por qué no le había respondido. Creo que un grafólogo hubiese registrado esa casi imperceptible claudicación gráfica de la última frase y hubiese interpretado una primera angustia. Una a que se aplastaba más de lo normal, una l que se caía demasiado hacia la derecha, la falta del punto final, apenas estas imperfecciones delataban que la carta fue escrita solo para poder expresar esa último interrogante.
Le pregunté por qué no había contestado. Luego de algunas excusas insostenibles, terminó pidiéndome que le ayudase a contestar. La escritura de Guadalupe lo intimidaba; una cosa era ella y otra cómo escribía. Pablo estaba al tanto de mi vocación inicial de escritor, creyó que podría ayudarle en algo que él no manejaba tan diestramente como ella.
–No– dije – no escribiré la respuesta que solo vos debés dar.
Lo orienté, eso sí, en cómo estructurarla; le di algunas ideas, revisé el resultado final, corregí algunos errores ortográficos, transcribí el manuscrito a un procesador de textos, y eso fue todo.
El diálogo epistolar se fue sucediendo; ella escribía con su maravillosa letra, desgranaba en cada carta la compleja amplitud de su persona y él contestaba escuetamente las impresiones del procesador. Generalmente salíamos por la mañana, pasábamos por el correo a revisar su casilla postal, si eventualmente nos esperaba una carta la leíamos y releíamos durante el trayecto hacia el lugar a donde debíamos ir ese día. De a poco comenzó a transformarse más en una espera mía que en una de Pablo.
Los costos postales a España eran elevados, y el tiempo que transcurría entre una y otra carta no eran acordes a la ansiedad de los enamorados por lo que, frecuentemente, la comunicación comenzó a transitar por el incipiente correo electrónico. No obstante, para Guadalupe esto no era más que un sucedáneo: no dejaba de enviar su semanal carta manuscrita detallando todo lo que había vivido durante los últimos días, y opinando sobre esos mismos acontecimientos.
En una ocasión, Pablo retiró su correspondencia y, mientras abría otros sobres personales, me extendió la carta cerrada aún de la gallega –como le decíamos– para que la fuese leyendo. Noté que me temblaba el pulso mientras desdoblaba esas hojas crujientes y las manos se me humedecían a medida que recorría con gula desconocida cada una de las frases que aparecían ante mis ojos. Ese día le pedí a mi amigo que no me diese más a leer sus cartas. Me miró extrañado y no sé cómo pude esconder el rubor que me crecía desde el vientre. Argüí que no me parecía adecuado que yo estuviese metido permanentemente en su intimidad. No sé si lo creyó. Lo cierto es que dejó de hacerlo y solo se limitó a contarme, cuando recibía correspondencia, algunos aspectos de la misma.
De a poco Pablo fue sucumbiendo a su vida habitual, tuvo oportunidad de vender su automóvil pero le pareció que no hacía buen negocio y postergó la venta con el fin de obtener un mejor valor. Volvió a sus salidas habituales, a recorrer la noche con sus amigos de siempre. El ímpetu que tenía al principio fue mermando y noté que su proyecto de volverse a España declinaba día tras día. Las cartas seguían llegando, pero ya casi no las respondía, o se limitaba a unas pocas palabras por e-mail.
Un día me dijo que quizá le convenía esperar un año antes de volver, que se le había presentado una oportunidad de hacer un par de negocios que le redituarían buen dinero en poco tiempo; que eso le permitiría llevar mayor capital e instalarse más cómodamente en España.
Comencé a acuciarlo para que respondiese a las cartas de Guadalupe; que la mina, me parecía, no era para perderla; que si había estado tan bien con ella no aflojara ahora.
Finalmente comenzó a salir con una amiga de su primo y me confesó que no sabía cómo cortar con Guadalupe sin dañarla, y reafirmar la convención europea de que el argentino es un charlatán, un ilusionista canalla. En realidad lo último lo agregué yo, a Pablo poco le importaba lo que pensaran de los argentinos.
Insistí en si estaba seguro de lo que decía. Le recordé letra por letra, palabra por palabra, lo que me había vertido cuando volvió, pero el fuego estaba extinto, y no le parecía que ella debiera seguir en esa espera, que no lo merecía, pero tampoco encontraba el modo de decírselo. Me entregó su última carta por si quería leerla. La leí con la avidez del adicto. El texto de Guadalupe ya tenía algo de impersonal, como si presintiera la ruptura y entonces no se jugara por entera. Me dolió la neutralidad, como si estuviese dirigida a mí. Aún así, seguía trasluciendo a una mujer esplendorosa.
Cuando finalmente tuve el convencimiento de que mi amigo hablaba en serio (lo hice muy rápidamente), me ofrecí a hacerle el servicio; a ir cortando por él la relación, del mejor modo posible, si me autorizaba a utilizar su cuenta de correos para escribirle yo a la gallega. Me miró de reojo, con un esbozo de sonrisa torcida, como si todo el tiempo hubiese estado leyendo mis más ocultos sentimientos, y me dio su aprobación.
Me planté delante de la destartalada PC, la miré fijo (como ahora que no encuentro las palabras adecuadas) y volví a cerrar el correo sin animarme a nada. Me levanté, fui al baño, refregué mi cara con el agua fría y volví al escritorio. En el trayecto desde el baño ensayé mentalmente un par de introducciones. Me costaron sangre las primeras dos frases, y luego fui soltándome y soltándome hasta olvidarme del mundo. Cuando reaccioné había escrito lo que serían unas tres carillas de una A4. Fui poniendo en el campo del destinatario, letra por letra, lentamente, la dirección del e-mail de Guadalupe. Estuve a punto de cancelar y borrar todo, pero no lo hice: pulsé enviar, y apagué la máquina. Cuando salí a la calle, pesaba veinte kilos menos, y llevaba una calma que podría equipararse a la felicidad, pero sabía que no lo era. Me senté en la mesa de un bar a la calle y pedí una cerveza, me levanté a la hora de cenar; ya en el departamento me duché y me fui a la cama con un libro del cual no pude leer ni una sola página. Me dormí con el ronroneo del ventilador.
Al día siguiente, en cuanto tuve un momento libre, consulté el correo de Pablo, había un mensaje, una respuesta en la bandeja de entrada. El mundillo de la oficina rechinaba, pero una burbuja me protegía contra todos los males de este mundo. Estuve paralizado unos cuantos minutos, mirando el blanco de la pantalla como un catatónico, hasta que me animé a abrir el archivo. El mensaje era breve, lo recuerdo bien, decía algo así como:
Dicen que todos los gatos son pardos en la oscuridad. Siempre dudé de esta sentencia absurda. Si fuese así, no podría darme cuenta si el que me besa en la noche es mi hombre, sin embargo aún ciega podría diferenciar el grado de salobridad de los labios y la morosidad y textura de la lengua de Pablo. No sé que lamentable desliz ocurrió aquí, ni quiero imaginarlo porque la intuición del error se transformaría en horror. De algo estoy segura: no eres Pablo. Y si él tiene alguna responsabilidad en esto, no creo merecerlo. Lamentable.”
Sentí ganas de morirme. Como si la tuviese sentada adelante, con los ojos llorosos pero duros en su dignidad, mirándome, dejando que me cayese al abismo en esa mirada que no juzga, sólo pregunta. Miré hacia ambos lados, para ver si alguien se había percatado de mi turbación, pero el mundo es impermeable a estas emociones. Por suerte Pablo estaba en otro sector y no lo vería hasta el día siguiente. No me hubiese atrevido a contarle. Quería estar solo, mordiéndome la lengua como si en lugar de escribir hubiese hablado y hubiese dicho las palabras que no debía.
Borré el mensaje, y evité todo contacto humano durante el resto del día. Era viernes, eso me daba un par de días para ahogarme en mi duelo personal. El lunes no estaba mejor, seguía pesándome la culpa como la vez que rompí un objeto muy querido por mi madre y me las ingenié para que culparan a mi hermana.
El martes me animé a redactar un par de líneas en las que decía algo así como que no culpara a Pablo, que había sido un abuso de confianza de mi parte, que mi nombre era Jorge y que me sentía espantosamente mal. Insistí con una endeble disculpa. La escribí desde mi cuenta de e-mail.
En los días que siguieron, consulté la casilla como un poseso, pero no recibí respuesta alguna.
Una semana después, luego de leer y releer su última carta hasta desdibujar las palabras, y de intentar por todos los medios de aceptar que lo nuestro no tenía siquiera un principio; que, en todo caso, había comenzado con el final, intenté redactar mi primer envío postal. Fue a principios de marzo. Al trabajo le sumé las horas de cátedra en la facultad y el tiempo que me demandaban algunos amores fugaces, sin embargo, al final de cada jornada, cansado y vacío, volvía sobre las hojas borroneadas, tachadas y corregidas mil veces. A la luz extenuada de una lámpara buscaba con mi torpe grafía establecer un lazo argumentativo que me colocara de pie ante Guadalupe, y hasta con un toque de dignidad.
Llegó el mes de julio; una noche en la que la desesperación, el hastío y el humo me pusieron frente a un espejo real, rompí esos inútiles papeles acopiados que nunca cruzarían el mar. Rendí dos prácticos en la facultad que ya tenía preparados y me tomé un par de semanas de licencia en el trabajo. Subí a un colectivo que me llevó al pié de la cordillera. Me esperaba un amigo mendocino. Juntos recorrimos los casi trescientos kilómetros hasta el Cañón del Atuel, donde él tenía una modesta cabaña. Nada mejor que la naturaleza y la charla sincera de un amigo para cerrar heridas. El paisaje frío se fue metiendo cálidamente en mi espíritu, los nervios de la indiferencia selectiva parecían recobrar su vieja frescura. Solo quedaba volver.
En la soledad del regreso, quizá como una respuesta de la noche cerrada que retrocedía velozmente detrás de la ventanilla, volví a pensar en la gallega y en un par de segundos pasaron ante mí, en puro estado crítico, los últimos meses de mi vida. Tuve dos certezas: la conciencia lúcida y tranquila de la vergüenza, y la decisión de acercarme a esa lejana muchacha de la cual, casi inexplicablemente, estaba enamorado.

Esta vez no me enredé en tontos juegos de excusas y artilugios que hablaran de mí. Me limité a redactar los recientes días en el Cañón. Sería el paisaje o la escritura quienes realmente hablasen de mí. Después de todo, conocí a Lupe no tanto por lo que escribía de sí como por lo que simplemente escribía.
Era el Atuel, que corría encajonado, rápido, entre la pared rojiza y amarilla, a la sombra de esas esculturas que el viento supo tallar, quien se expresaba en esas palabras que cruzarían, esta vez sí, el océano con un destino de mujer.
Nada de correo electrónico; describí prolijamente mi itinerario reciente, doblé las hojas escritas y las metí en un sobre de manila y anoté la dirección de Guadalupe.
Una semana después, la noche me sorprendió garabateando sobre el papel una calleja oscura de Rosario por la que yo subía, solo, mientras unos gatos anónimos se escabullían entre las sombras. Al llegar a una esquina, desde un bar apenas anunciado me llegaban los acordes de un blues que se codeaba con un tango. Nunca me gustó el tango, pero algunas veces una nota me llega hasta lo más profundo. Allí me detengo y me dejo llevar por esa llaga que me dice del paso implacable del tiempo sobre la belleza humana. Después, con un gesto, me sacudo la nostalgia que se me ha pegado y me pregunto cómo me afectaría esa música casi aborrecida, que sin embargo es naturaleza, si yo viviese en otro país, lejos de estas calles con su empedrado de escamas relucientes, sus escenarios vacíos y llenos de magia, las mesas de amigos perdidos en la madrugada entre risas explosivas y confesiones melancólicas. En el bar me esperaban los bebedores de siempre, los enamorados de las historias de asesinos canallas; de mujeres de piernas largas y caderas sinuosas como un lugar común, mujeres de miradas líquidas; comentadores de versos de poetas inexistentes de tan desconocidos. Conversaciones que, luego, en la soledad de mi departamento reñían con la hoja en blanco que se entregaba de a poco, se desvestía mansamente, no ya incitada por la música sino por la letra que se apilaba y desgranaba.
A la semana siguiente, el sobre se llevó a España un camino de tierra en medio del campo, los juegos tempranos de la mañana que reverberaba en la laguna donde las vacas hundían sus pezuñas y el hornero amasaba el barro para su nido, el polvo que levantaba la camioneta y entraba por la ventanilla junto con el frescor. El pequeño pueblo, que se insinuaba en los bordes, con algunas casas derruidas al costado del sembradío de maíz, las paredes de ladrillo carcomido por los años y ganadas por el palán palán, el techo ya sin chapas pero con algunos tirantes de palo que aún resistían la intemperie y conformaban el esqueleto. El local en la esquina pobre y vieja, en cuyo cartel aún se leía ‘almacén de ramos generales’ como intentando resistir al anacronismo; la plaza con los árboles grandes y frondosos y sus caminos sin pavimentar, recorrida por algunos chicos con guardapolvos blancos que llegaban tarde al colegio. En frente la iglesia con su cúpula de ladrillo a la vista y una campana fundida a principios del siglo pasado, y después, casi por el medio del pueblo, las vías oxidadas, olvidadas del paso de los monstruos de hierro y la estación, la gloriosa estación de trenes, ahora convertida en una dependencia municipal más; una calle pavimentada, signo del último intento de acompañar a una época pujante que se diluyó con la esperanza del país, autos estacionados con las ventanillas abiertas, un tractor aún en marcha. Los arbolitos prolijos, con los troncos pintados con cal; baldíos desmalezados por el picado de la tarde y del sábado; algunas casas más nuevas, de los propietarios de los campos, con diseños encargados a arquitectos, hijos que se recibieron en Rosario o en Buenos Aires pero nunca más volvieron al pueblo. A la salida hay un barrio nuevo, de unas diez casas iguales, con patios abiertos y la ropa ya tendida, blanqueándose al sol, señal de las buenas relaciones del presidente de la comuna con el gobernador. Olor a leña quemada, a panadería.
Otra semana traté de describir un altillo nocturno habitado por murciélagos y otra el color del agua del río Paraná, visto desde la barranca de San Lorenzo, con sus botes; las islas de todos pero que son de Entre Ríos; los pescadores que ya han hecho su día y acomodan sus bártulos mientras aún coletea un agonizante dorado en el fondo del bote ‘hace unos años se sacaban hasta pacuses aquí, ahora apenas algunas boguitas y unos dorados chicos, no es lo mismo, pero alcanza’. El tableteo de un motor que se acerca, o la estela de una moto de agua que cruza en diagonal y contra la corriente.
Semana a semana, todas aquellas cosas que me rodeaban, que hacían a mi vida diaria, algunas importantes y otras insignificantes, fui llevándolas a la letra y ensobrándolas con destino a España. Al principio esperé, con cierta ansiedad, una respuesta que no llegó. Quizá ya no vivía más en Vilafranca; en algunas de las cartas mencionaba viajes cortos relacionados con sus estudios. Quizá los sobres eran arrojados a la basura o rotos sin ser leídos apenas llegados. Estuve tentado de pedirle todas las otras cartas a Pablo, para buscar allí alguna señal, algo que había pasado por alto y que apuntalase la hipótesis de la mudanza. Casi desisto, pero por un acto reflejo seguí enviando los sobres periódicamente. Con el tiempo dejé de pensar en la respuesta, incluso dejé de pensar en el destino de lo que escribía y me limité a narrar, como si en lugar de escribir para ella, lo hiciese para mí. Así se escribe un libro, pensé.
Actos de mi vida que me parecían interesantes; objetos que veía en un museo o en una galería; el hallazgo de un libro en una librería de usados; el palimpsesto contra la pared en una calle cortada luego de unas elecciones municipales; la sucesión de la floración de las especies autóctonas y un apartado especial para la flora importada de Europa; una morosa clasificación de los gatos callejeros según la tersura y luminosidad de su pelaje; el registro desordenado de la intertextualidad en la literatura argentina; el recuerdo (la imagen recordada) de mi madre (su expresión entre resignada y furiosa) en la puerta de mi casa cuando volví luego de tres días de ausencia porque me fui detrás de un recital de un grupo de rock sin avisar; sensaciones (estremecimientos) de una noche de ebriedad en la que una muchacha bailó con sus pies desnudos sobre los míos y luego desapareció sin dejar mas señas que su perfume y su mirada; los viajes que hacía durante el trabajo; las primeras noches de primavera con su aroma a ozono o a flores de paraíso; una serie de notas sobre la aparición de la luna en el horizonte y hasta una teoría poética sobre su diversidad; los muebles de mi habitación; la ventana abierta (la fragilidad de la noche, el calor, el zumbido del ventilador de techo, las ambulancias que se escuchan en la madrugada, cuando el que no duerme, escribe).
En los meses que pasaron nunca recibí una respuesta. Un día dejé de escribir.

Algunas semanas después recibí la primera carta de Lupe dirigida a mí. Bueno, salvo por el destinatario del sobre, en el interior no había ninguna otra referencia a mi persona. Comenzaba narrando una mañana de domingo vista parcialmente desde la ventana de su cuarto que daba a la calle. Describía el deliberado olvido de la persiana a medio cerrar, la tibieza de las sábanas, el crujido de algunos huesos mientras se desperezaba, el despegue de la cama, las particularidades de su higiene bucal, el desayuno, una lúdica discusión con su madre y después el minucioso detalle de la elección de la ropa que pondría en su valija. Las vacaciones habían terminado, debía volver a estudiar. Al final, en la última oración, se coló un ‘te escribiré cuando llegue’. Increíble la fuerza de un vocablo: sentí que ella me tocaba.
La segunda llegó apenas una semana después. Un poco más extensa, todavía impersonal, aunque ya con señas de la narración firme y espontánea que le conociera de las cartas a Pablo. Relataba el viaje, describía algunas callejas; el pasillo de la casa donde compartía una habitación con otra compañera; la escalera; la vista de los techos de tejas desde la ventana de su cuarto; los adornos en las paredes; la mesa de luz; el cajón de la mesa de luz; el color de las medias que se pondría al día siguiente (estuve tentado de escribir: ‘que se pondría mañana’); un verso citado de algún poeta gálico que yo desconocía; el reflejo del sol a cierta hora de la tarde que daba sobre el espejo e iluminaba el respaldar de la cama y el mismo efecto por la noche provocado por una lámpara en la calle, lo que la obligaba, lamentablemente, a bajar la totalidad de la persiana.
Esta vez, apresurado por responder, me encontré con una inusitada timidez. No había manera de encontrar el término justo para el encabezado, y nombrarla, no podía nombrarla. Comprendí las vueltas que debe haber dado antes de escribir las líneas iniciales de su primera carta. A miles de kilómetros de distancia, separados por agua y tierra, diferidos unos días, ambos nos descubríamos cohibidos. Retomé su fórmula y comencé por hacer un inventario de los libros de mi biblioteca, los datos editoriales de aquellos volúmenes sobre los cuales me sentía particularmente orgulloso de poseerlos, cité algunos fragmentos de algún poeta surrealista que destacaba la necesidad del humor en la poesía. Pero me costaba fluir, dejarme arrastrar por la escritura hasta olvidarme de estar escribiendo. Punto y aparte.
Comencé a describir mi mano izquierda: el ancho, el largo de las uñas, la forma de los dedos, la particular arruga en las articulaciones, los accidentes geográficos de la siniestra. El índice, un poco más torcido que el de su hermana derecha, debido a un accidente cuando tenía un par de años: narré con lujo de detalles el recuerdo que tenía del accidente. Al final, cerré diciéndole, ‘te escribo con la otra’. Tenía una intuición bastante precisa de cual sería el contenido de mis próximas cartas: mi pie derecho; la rodilla izquierda, una aproximación a mi rostro. Con cada mácula, la historia detrás: así, pude contarle el origen de mi cicatriz sobre una ceja; los siete puntos en el muslo de mi pierna derecha; una herida en la cabeza disimulada por el cabello.
Pedazo a pedazo, parte a parte, fuimos rearmándonos. Para cuando llegamos a las zonas más íntimas, ella era nuevamente Lupe y yo, Jorge.

Un año de morosas caricias escriturarias, un año para narrar dos vidas y enredarlas en un complejo juego de composición. Una pequeña obrita escrita en común. El huracán de sensaciones de la primera conversación telefónica. Algunas imágenes que cruzaban el mar en uno y otro sentido. Fotos amarillas, hoy.

Sorprendió mi intempestiva gestión de una licencia especial para viajar a España. ‘Una oportunidad, argumenté’. Aún recuerdo el gesto de Pablo, semejante a una sonrisa. Se acercó antes de que me fuera y me dijo en voz baja ‘decile que me morí’.
Llegué a Vilafranca del Pènedes, en medio de una algarabía catalana y de repiques de campanas, pasado el mediodía de un 29 de agosto. La mágica ‘festa major’ iniciaba, Lupe me esperaría cerca del Ayuntamiento, en lo que las enciclopedias llaman el barrio gótico, pero un mundo de gente, de chicos, de bandas, músicos y bailarines con sus atuendos típicos aún impecables que se trasladaban de un lado a otro en medio de los festejos, impidió que nos encontráramos. Entrada la noche, cuando comenzaban los espectáculos nocturnos, entre el deslumbre y mi consternación, en una callejuela serpenteante de balcones engalanados, bajo una lluvia de fuegos artificiales y en medio del estruendo y del griterío, nos reconocimos. Nos besamos largamente, sin desesperación, como si nos conociésemos de toda la vida y por alguna circunstancia nos hubiésemos visto obligados a vivir un tiempo separados y este fuese el momento del reencuentro.
A nuestro natural estado de excitación debimos agregarle el frenesí de la fiesta. Los bailes se encadenaban, corrimos de un lado a otro, nos sumamos a las bandas espontáneas que marchaban abrazados al costado de los grallers y saltamos hasta el agotamiento al compás de su música. Aún con mi torpeza trepé por encima de acalorados desconocidos que improvisaban una de esas torres humanas que al día siguiente los grupos de castellers exhibirían orgullosos a la salida de la basílica de Santa María.
Empalmamos la noche y el día nos encontró desayunando en un barcito cerca de la Casa de la Vila. Yo estaba embriagado con su cabello, sus ojos, su larga boca, su olor. El mozo preguntaba algo en su catalán natural y luego probaba con un español cerrado pero no podíamos apartar la mirada uno de otro. El café que había traído unos minutos antes se enfriaba mientras un humillo se desvanecía en filigranas. Algún vitreaux arrojaba un tono rojizo sobre el rostro que mis dedos acariciaban morosos. No necesitábamos hablar, solo estar allí uno cerca del otro.
Después caminamos por veredas angostas, nos fuimos perdiendo por callecitas curvas hasta alejarnos del centro histórico hacia los bordes de la ciudad. Los suaves caminos que enlazan las viñas acompañaron con su silencio nuestro embelesamiento, descansamos al costado de un puente, apoyados sobre mi destartalada mochila. La tarde comenzaba a declinar, pasó una camioneta cargada de gente que se dirigía al centro, a la fiesta. Nos gritaron algo que Lupe tuvo que traducirme. El polvo que levantó se estacionó en estratos como hilachas fantasmas a un metro del suelo, después el silencio volvió a reinar. Retornamos sobre nuestros pasos; la noche del 30 volvía a estallar en la ciudad y nosotros también estallaríamos pero en un cuarto de piedra y madera, sobre una cama cuyo perfume no olvidaré jamás, ni los cánticos que nos fueron adormeciendo mientras mirábamos el techo y hablábamos aquello que nos reservamos en la escritura de nuestras cartas.
Durante una semana recorrimos las callejas y admiramos los viejos edificios de la ciudad; sus familiares perfeccionaron mis rudimentos en la cata del vino y sus amigos me tradujeron al español las obscenidades de los campesinos catalanes y las de los mercaderes musulmanes prorrumpidas en la feria de los sábados. Luego viajamos a Barcelona donde nos alojamos en una pensión rústica y ocupamos otros tantos días en deambular y amarnos hasta la extenuación. Hasta que llegó el momento de mi regreso.
Amagué una promesa, que no era una mentira puesto que yo estaba convencido, pero Lupe apoyó el dedo sobre mi boca para que no continuara (sus ojos se parecían aún más a un lago).
—No esperaré —murmuró, con esa dignidad que yo le imaginara cuando respondió al mensaje que le escribí en nombre de Pablo— Ya esperé una vez a la persona equivocada. No sé si el azar, o qué, me devolvió a la persona correcta, a la persona que logré amar aún antes de verle los ojos, aún antes de poder escribir su nombre por miedo a que se desvaneciese. La vida es así, como el mar, te lleva y te trae cosas, y muchas veces solo te deja la espuma.
Me besó, la besé, y me dejó sólo, en el aeropuerto.

El problema no es si uno cumple las promesas o no, el problema es cuándo uno las cumple. Volví a España. Volví a Vilafranca, algunos años después. La ciudad era casi la misma, un poco más grande, un poco más moderna aunque lo disimulara, un poco más producida. Me dirigí a la plaza Jaume I, y tuve nuevamente esa experiencia de descubrimiento, en los dos sentidos, el literal y el metafórico; caminé por una estrecha y oscura callejuela, que se retuerce un tramo, amurallada por casas de dos o tres plantas y de indiscretos balcones. En la esquina todavía sobrevive una vinería a la que se accede por una pequeña puerta enmarcada en piedra y bajando unos pocos escalones, piedra y madera, como el hotel de nuestra primera noche juntos. En frente, el museo en el viejo Palacio Real. Algunos adolescentes caminaban a mi lado fumando hachís. Seguí mi derrotero hasta llegar al monumento a los castellers. Allí me quedé mirando a la gente que se movía por el lugar, con el enigma de sus vidas como otra vestimenta. Ella ya no estaba en la ciudad, nadie supo indicarme dónde encontrarla, o no quisieron. Pocas veces la ausencia se me hizo tan presente. De a poco los sonidos de la ciudad comenzaron a llegarme, el bullicio, las voces, las palabras de esa otra lengua. Lo escribió en alguna de las cartas y no volvió a repetirlo, sin embargo lo recordé en su voz;
Jordi, no me llames gallega, soy catalana’.