8/24/2008

ANDREA, o ese pequeño acto de prostitución diario

Llegué a la oficina y mientras me sentaba ya estaba discando el número de uno de los bares que ofrecen el servicio de cafetería en el edificio. Antes de ocuparme de los temas del día, antes de abrir la agenda y zambullirme de lleno en esa vorágine indefinida que llaman ‘gestión’, di el habitual paseo por los blog de esos amigos desconocidos que uno fue gestando durante el último año, para terminar en el propio, constatando cuántos navegan después de las tres de la madrugada, que fue cuando cerré mi conexión en casa.
Ya me impacientaba –no puedo desprenderme del aliento del puro de la noche si no bebo una taza de café– cuando un muchacho desgarbado, con algunos pelos azules mal disimulados por el pegote que le aplastaba la cabellera al casco, en un vano intento de parecer prolijo, golpeó tímidamente la puerta entornada de la oficina, con una bandeja en la otra mano.
Me quedé mirándolo hasta que comprendí que traía el pedido.
–Pasá. –dije de no tan buen modo.
Con un no muy efectivo intento por disimular su inexperiencia en tan noble oficio, depositó la taza mediana de café y el vaso grande con soda sobre el escritorio negro y me preguntó si me servía azúcar o edulcorante. Respondí con la célebre frase que heredé de un gordo amigo, que suele sentenciar a la hora de la sobremesa y luego de una histórica bacanal, ‘una caloría menos, es una caloría menos’.
Pagué los $ 4 por el servicio y el muchacho se perdió entre las oficinas del pasillo, llevando el resto de los pedidos.
La mañana se deshizo en breves minutos. En algún momento la figura de Andrea apareció luminosa enmarcada en la puerta,
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abriendo su otra puerta; una sonrisa franca y hasta un poco pícara, una sonrisa como las que tienen esas mujeres que saben de su influjo sobre el entorno y pueden regularlo con cuentagotas, dirigirlo como un misil hacia un blanco determinado, o enarbolarlo como la más infranqueable de las murallas.
–Permiiisooo... –dijo mientras avanzaba hacia el interior y la luz de los ventanales del pasillo contrastaban la sinuosidad de su figura, mal encubierta por ese guardapolvito blanco de moza.
–Vengo a retirar la vajilla.
Y mientras la miraba en silencio, ella levantó el platito y lo depositó en la bandeja, acomodó encima la taza, recogió el vaso vacío y tuvo la delicadeza de limpiar la superficie del escritorio con un paño. Yo seguía mirándola, y ella seguía mis ojos, sin dejar de sonreír.
Cuando se estaba por retirar, el pregunté
–¿Por qué no me trajiste el café personalmente?
Por un instante abandonó la llave que le abría todos los caminos y se puso seria.
–No pude venir, tenía otros pedidos que entraron antes, así que el dueño lo mandó a José, el chico nuevo, para que atienda este piso. Pero fui yo la que se ocupó de que le llegue como se lo traigo siempre: bien caliente, mucho café y un toque de leche. ¿Por qué me lo pregunta? ¿No lo trajeron así?.
Nuevamente segura de sí, recuperó el gesto que encendía su cara hasta opacar el brillo de esos ojos marrones y grandes.
–No. No pregunto por eso. –me quedé un segundo buscando las palabras y continué–. Sentate. Vamos a hacer unos números. Nos va a ocupar apenas unos minutos.
Un poco incómoda, dejó la bandeja sobre la tabla y se sentó en la silla frente a mí.
–Primero –dije con algo de solemnidad, como si fuera a revelarle un gran secreto– quiero que pongamos algo en claro. En este piso, la mayoría de los que piden el desayuno son hombres. El servicio lo ofrecen al menos tres bares, pero casi todos solicitan el servicio del bar en el que trabajás. Los otros ofrecen lo mismo, con la misma calidad, pero a menor costo y además incluyen algún tipo de adicional; galletitas; escones; jugo artificial en lugar de soda... Sin embargo siguen prefiriendo el servicio que vos les traes habitualmente ¿Por qué creés que eso ocurre?
– ... –parpadeó
–Te lo voy a decir sin vueltas. Debés tener entre 19 y 22 años, sos atractiva; simpática; entradora. Tenés una figura que despierta un caos de deseos. Casi todos esos hombres pagan la diferencia para que el desayuno se lo traigas vos. Y ese es mi caso. No importa que yo te doble en edad; pago para verte, para intercambiar algunos escarceos verbales, ‘el chichoneo’, como se le suele decir. Para verte llegar, sonreír, para ver cuando te vas. Para olvidarme sabiendo que en algún momento volverás a entrar en escena a retirar la vajilla. Un juego simple que dura el tiempo que tardás en dejarme el café, y del que te creo plenamente conciente. ¿Se entiende?
–Si, creo que sí, aunque no me guste mucho... –balbuceó mientras los colores le subían a la cara y unos rulos se le soltaban sobre la frente haciéndola más bella.
–Sé que te puede resultar duro, pero podemos decir que este contrato no escrito se parece a la prostitución, y quizá lo sea. Nuestro pequeño acto de prostitución diario. Pago de más para verte. Pago ese adicional que no está relacionado con el café sino con tu persona.
La situación resultaba extraña, percibí cómo todos sus músculos se tensaban, comenzó a restregarse las manos húmedas. Mordió el labio inferior y miró hacia la pantalla de la PC. Me apuré para no desbaratar definitivamente la situación, o para tratar de retenerla antes de que lagrimeara y saliera corriendo por el pasillo como si la hubiese violado.
–Pero no hay por que ponerse mal, hay que tomarlo con naturalidad –insistí– ocurre a diario, en cualquier tipo de negocio. Algo de esta pequeña prostitución aparece casi siempre en cualquier transacción, y muchas veces excede la simple oposición sexual. No creo que te mancille, que te ensucie, es algo que, en definitiva, hay que saber utilizar. Para nuestro caso puntual, la cosa es así: cada vez que solicite mi café, me lo traés vos. Si no podés, ocupate de hacérmelo saber. Ese día no desayunaré. Si no te gusta, me lo decís ahora, y terminamos el ‘contrato’. No será lo mismo, pero me ahorraré unos pesos a fin de mes, aunque la cara del mozo del otro bar me sea tan indiferente como la infografía del cuadro en la pared. Te digo más. Te voy a decir la verdad –lo cual era una mentira–, quizá hasta deje de tomarlo. El café no me gusta, comencé a pedirlo cuando viniste a ofrecerlo ¿soy claro?
–Clarísimo– me respondió, tratando de reacomodarse y forzando una nueva sonrisa.
Después se paró, recogió la bandeja y nos saludamos cordialmente. La mitad de la mañana ya había transcurrido.
Le di vueltas al asunto unos minutos mientras leía un acta de acuerdo de transferencia de recursos entre sectores de la compañía. Recibí gente de Administración que me hizo llenar un formulario para un trámite de certificación de firma. Mi jefe me llamó rabioso por un desvío en uno de los objetivos. Amenazó con enviarme a otra sucursal de menor categoría en otra ciudad (la amenaza me pareció más una oportunidad que un castigo) si no lograba revertir la tendencia en los próximos meses.
Sobre el mediodía, el marco de la puerta de la oficina volvió a lucir la figura de Andrea, esta vez sin bandeja. Se quedó en el umbral sonriendo con sus ojos chispeantes, más chispeantes de lo habitual, divertida. La miré y sonreí como diciéndole ‘¿y ahora?’
–Como los otros bares ofrecen el almuerzo, el nuestro decidió también incorporar ese servicio. Estoy recogiendo los pedidos; se puede elegir de entre cuatro menús ejecutivos, es un poco más caro –y remarcó, dejando ver en toda su amplitud el arco de sus labios carnosos y húmedos: pero en su caso exclusivo, si decide tomarlo, lo traeré yo misma.
Me quedé admirándola unos segundos, envuelta en ese halo de luz de mediodía.
–No –dije sonriendo– no suelo almorzar, pero no dudes en avisarme cuando puedas ofrecerme el servicio de la cena.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Vaya, jamás hubiera imaginado que te fueses a decantar por el edulcorante. Afortunadamente, lo de la preocupación por las calorías y la línea ya no es cosa de chicas en exclusiva.

Besos orgiásticos

Jorge Alberdi dijo...

Querida Ellita:
el problema del edulcorante es que, según cual, tiene sodio, y eso es muy malo para la presión, por lo que es mejor el azúcar. Así que he vuelto a las calorías, y ahora las quemo con Andrea ¿no creés que es más saludable?
besos hipercalóricos

Sibila de Cumas dijo...

Bueno, bueno, este texto me encantó. Logra un clima de hiteriqueo, sensualidad y perversión que fascina, todo narrado con exquisita ironía. Es sumamente interesante, sobre todo el final, donde el narrador no se resigna a perder los hilos de la situación y frente a la pequeña prostitución aceptada, redobla la apuesta!! Brillante!

Jorge Alberdi dijo...

Gracias Vero: sé que es difícil que se lean los textos largos en un blog.
Besos