
No lo dije, no era la circunstancia adecuada; el manos libre no brinda la intimidad necesaria para una confidencia de este calibre. Probablemente te dieras cuenta del silencio inicial, aunque también pudiste asociarlo a mi sorpresa: después de todo, hacía tiempo que no llamabas. Pero ese momento de suspensión correspondía al déjà vù que como flashes, o espasmos, despertó una segunda conciencia, borrosa, o mejor: fragmentaria.
Mientras hablábamos, y tu amiga se sumaba a la conversación, me preguntaba si, de no haber mediado el artilugio tecnológico por el cual un diálogo se puede transformar en una conferencia, te lo hubiese contado, aunque sea para tu regodeo personal. Ambicioso en la experiencia, trataba de sostener el hilo de la conversación y reconstruir a la vez lo soñado, porque sé que la vorágine del día dilapida el tesoro de esa vida paralela. Querías decirme, o advertirme algo importante, sin embargo terminamos con palabras superficiales y distantes, una conversación casi de ascensor. La distancia y el tiempo, paulatinamente, nos fueron llenando de un pudor infantil que, como una pátina de aceite, impermeabilizaba cualquier afecto sospechoso de pasión. Apenas cortamos, lo lamenté, aunque bien sabía que para ambos era una suerte, nos evitaba una nueva catástrofe emocional, de las cuales, cada uno por su lado, teníamos demasiadas.
Cerca del mediodía me reuní con uno de los escritores, a quien conocí en oportunidad de compartir una mesa de lectura, que presentaría su libro en la feria. Daniel, el fotógrafo del diario no había llegado aún, pero el hombre venía armado con unas copias que enviaba la editorial. Imágenes de la tapa de otro libro, próximo a lanzarse, y unas cuantas de él mismo en pose de solapa. Mientras calentábamos la conversación para el reportaje yo pasaba revista a las fotos casi automáticamente, sin verlas. Como una traición a la vigilia se coló una que correspondía a mi sueño reciente. Duró un segundo, enseguida comprobé que era un espejismo. Sin embargo, tu imagen desnuda con la cabeza baja frente a la mesa, en una habitación oscura, aguardando, mientras el cigarrillo consumía tu espera de mí, se fijó cruel en la retina. Pedí disculpas al entrevistado y me levante de la mesa para dirigirme al baño. Lavé mi cara con rabia, como si quisiera desprender o borrar una cicatriz que me acusaba. Comprobé en el celular un mensaje tuyo en el que decías que en cuanto pudiese, llamara.
Cuando regresé encontré a nuestro escritor charlando con Daniel que encastraba, ducho, los artefactos de su herramienta. Un francotirador preparándose para abatir a su objetivo, imaginé.
La entrevista siguió por los carriles esperados; yo tenía el oficio para las preguntas y él para las respuestas. Me reservé las finales para ese otro libro que en pocos meses estaría en las reseñas de los suplementos culturales. Me dijo que en realidad, si bien ya había entregado los primeros capítulos y acordado el título con la editorial, aún no lo había terminado. Estaba bloqueado, y no podía avanzar, nunca antes le había pasado. Me pidió que esto no lo publicara, lo comentaba a título de colega. Era una historia de amores prohibidos y cruzados (yo me preguntaba: hoy día qué sería un amor prohibido).
Podría decirte que una historia común para los tiempos en que vivimos. Tanto él, Andrés, como ella, María, tienen cada uno una familia con hijos chicos. Se conocen a través del trabajo en una empresa con sede en varias ciudades. Comparten horas juntos; proclives a la seducción, juegan y en el juego se atraen. Pero María a su vez vive un amor secreto desde hace un par de años con Claudio; él también tiene su propia familia. Claudio trabaja en otra sucursal de la misma empresa. Es quien la ha puesto frente al error inicial. Quien, de algún modo, despertó aristas de su personalidad que desconocía, una cabida para el amor que no había imaginado antes. No tiene dudas, lo ama con todas las letras; lo anterior fue como una ilusión, un deslumbramiento que confundió con amor durante años, un rol que le crearon y que asumió para una película de pueblo, pero de esa ilusión nació una hija a la que adora. La energía de María se diluye, por un lado, en salvaguardar la máscara del matrimonio, que considera una burbuja para su hija, sin dejar de encontrarse cada vez que puede con Claudio, y, por el otro, en ser excesivamente eficiente en su profesión. Ninguno de los hombres se conoce entre sí. María está muy segura acerca de la intensidad de su pasión, sin embargo no deja de atraerle Andrés, con quien ha desarrollado una intimidad siempre a riesgo de ir más allá de una amistad llana. Alguien que vibra en una frecuencia diferente, en la que se reconoce y a quien puede confiar hasta su mayor secreto. Sucumbir a una nueva pasión la aterroriza, siente que la pondría al borde de la disolución de la persona íntegra que se creía, la imagen ordenada y cabal que fue construyendo de sí misma y que ya Claudio resquebrajó.
Una serie de acontecimientos pone distancia entre María y Andrés, pero el lazo se mantiene y es allí donde no puedo hacer avanzar la novela; los personajes empiezan a repetirse. El último capítulo la encuentra a María que ha viajado a otra ciudad, previamente ha realizado una serie de llamadas telefónicas y ahora está en una habitación humilde y sombría, donde la única luz entra por una pequeña ventana, se desnuda como si se desvistiese de sí y de su vida y se sienta frente a una mesa, enciende un cigarrillo mientras espera.
Bueno amigo, continúa diciéndome, el problema es que no sé a quién espera, si a Andrés o a Claudio. No puedo resolverlo desde hace más de un mes, los editores se impacientan porque tienen el lanzamiento programado. Creo que la pobre María se va a pescar un resfrío, en la medida en que yo no encuentre cómo continuar la historia.