10/25/2009

TODAS ELLAS

La última foto estaba amarilla porque había estado en los estantes de una repisa, y una sobre otra habían dejado diferentes veladuras. Pero las recuerdo bien. Tenía unos años menos, y recién su cuerpo comenzaba a desplazar a la niñez. Su mirada era verde como un lago durante un día nublado, y ya chispeaba ese brillo hipnótico que conocí luego. Después estaban las otras fotos, más actuales, y aquellas que ya nos sacábamos juntos, en los andenes del ferrocarril, cruzando las vías, o de espaldas, subida al caballo que te llevaba delante de mí. La que perdura es una foto grande, con tu espléndida cabellera suelta, y una sonrisa metida en un pensamiento que nadie podría asegurar que era para mí.
Ahora, todas esas imágenes deben estar retorciéndose al calor de la pequeña hoguera. Mi madre amenazó con hacerlo la última vez que volví al pueblo. No podía seguir guardándolas, ahora que estaba casado; sentía como que era ella la que traicionaba a Susana. Le pedí que no lo hiciera, que la próxima vez me las llevaría.
En estos momentos, estoy seguro, quema esas fotos y otras tantas, y también los atados de cartas resecas, y otros recuerdos, no todos de ella. Allí está un poco mi pasado. Y si está mi pasado, está mi presente, porque no puede ser de otra manera. Eso es lo que no se entiende ¿por qué tengo que desprenderme de todos esos recuerdos como si hubiese sepultado con una nueva mujer a todas las otras?
Estoy hecho de pedazos, y ahora la pequeña voluta, la frágil ceniza de un capullo que la hoguera eleva, tal vez una entrada a un cine, o una servilleta con palabras del momento, escribe por unos segundos el cielo. Estoy hecho de fragmentos perfectamente ensamblados de amores, no importa que el fuego haga humo del tangible papel. Aquí estoy, trayendo a la memoria un nombre que desencadena sensaciones que no se repetirán, por suerte, y ese nombre trae a otro, y también al olvidado.
Te veo bajando por las escaleras preocupada por una pollera que te traiciona en ese momento y se abre, y te saludo agradecido de la suerte de que yo subía, justo, medio borracho, y algo te digo, algo referido a tus piernas, a la visión, aunque te sigo mirando a los ojos. Y luego salgo a la calle y ya te olvidé. Estoy solo, mis amigos más cercanos se han ido de vacaciones y entonces deambulo por los bares de la ciudad, charlo con conocidos, adivino para quien es tal mirada, busco entre la gente lo que siempre busco y solo algunas veces encuentro. Es viernes, y mañana trabajo. Me hago el firme propósito de acostarme temprano, pero la noche está fantástica, el bullicio es como un burbujeo en el estómago. Me tomo la última copa, después me voy a casa, tempranito, mañana me levanto hecho una uvita, soy una persona responsable, acaban de otorgarme una guardia en el trabajo, es mucha responsabilidad, no puedo tomármelo a la ligera, como me tomo este penúltimo gin tonic, y ya se van, por qué, el bar comienza a vaciarse. Está bien los acompaño un rato, solo un rato, voy a escuchar algo de música y me vuelvo, o no, mejor me quedo una hora, una horita solamente, si en una hora no pasa nada, me voy a dormir ¡si señor!

Aún no hay mucha gente en el local, por eso todavía huelen bien las mujeres que entran, aunque el humo comienza a enrarecer el ambiente; es decir: comienza a darle la naturalidad que debe tener. Es temprano, miro el reloj del que está a mi lado, en la barra. Es un reloj grande, sin agujas, los números pueden verse en la penumbra. ¿Cómo se llamaba su dueño? Creo que le dicen Andy, aunque dudo que se llame Andrés. No sé por qué le dicen así. Me sonríe y me hace señas con la mano en la que ostenta el reloj y la copa. Me señala una flaca que acaba de entrar junto a otras personas. Ahora me guiña un ojo, cómplice. La flaca pasa a mi lado y me ignora, ostensiblemente, pero su amiga, que va un poco más atrás, no deja de mirarme, con una semisonrisa triunfal; se acerca a la otra y le habla al oído. Andy sigue mirándome con esa cara de te acordás de la mina, la volviste chiflada y ahora está en otra, no te da ni la hora. En el pueblo todo se sabe; todos se conocen. Le pido una copa al que está detrás de la barra; un pelado trolo que pasa de bar en bar, de boliche en boliche, siempre manejando las botellas, tratando de pescar algo, negociando alcohol por sexo. O al menos jugando con esa ilusión. Quién se lo va a cojer! Es una vieja puta y achicharrada. No tiene necesidad de trabajar, como muchos de los que están aquí, pero le gusta formar parte, ser amigo de los amigos. Qué carajos quiero decir con ser amigo de los amigos. El puto me habla, me grita casi porque la música ha subido y el lugar se está llenando de voces, risas, murmullos. ¿Qué?. Fernando. Dónde está el pendejo, no lo trajiste. Vos lo cuidás de mí. Me dice. Hace un par de semanas me lo sacaste cuando ya lo tenía en la bolsa, guardabosques. Me río mientras me sirve otro Gin Tonic. No hay peligro conmigo, ya sabe que no entro en su jueguito, aunque me ría y le diga que yo no cuido a nadie, ni a mí mismo. Se fue el del reloj, ahora no tengo referencia, pero no importa, en un rato me voy a dormir. ¿Fernando? Se fue de vacaciones, en carpa, con un par de amigas, no te pongas así. El pibe anda bien y lo aprovecha. Tiene un buen maestro. Ya se te va a dar.
Me voy. Mañana tengo que levantarme temprano y quiero estar lúcido. No jodas, tomate otro, este lo paga la casa. La flaca vuelve por el pasillo del costado, su amiga se perdió entre la gente. Se sienta en la butaca que dejó Andy. ¿Cómo andás? Bien. Y Fer. Fernando, el pendejo del que me hablaba el puto (que ahora trata de escuchar nuestra conversación) es su primo. Mientras le contesto la miro, y si bien no voy a reincidir, no puedo dejar de pensar que es linda, aunque me pese la expresión. Preferiría decir bella, en lugar de linda, pero es mi manera de aislar el deseo incipiente. Linda es como insulsa, pero, a decir verdad, si algo tiene la flaca es un atractivo especial. Es muy flaca y alta, pero tiene ese aire de niña inocente que te rompe la croqueta. Cuando la conocí, era natural en ella ese aura; con el tiempo lo fue convirtiendo en una estudiada estrategia. No puede engañarme, demasiado inmerso estuve en su mutación. Se me acerca y me habla al oído. Sé lo que busca cuando hace eso. También yo estoy expuesto, me conoce demasiado bien, sabe de mis debilidades. Encima creo que el alcohol comienza a alivianarme y ya siento como si la luna llena soltara al animalito que llevo contenido. Si hace un rato estaba medio borracho, ahora no sé. Tiene aliento a frutillas, o es su cabello que se expande sobre mi cara mientras me susurra y se ríe. Por suerte llega su amiga gordita y se la lleva empujando muchachos. Antes de salir al patio, se da vuelta y me sonríe. Blanca.
Me paro para seguirla, pero la pierdo entre la multitud y las sombras de colores tenues. Mientras me muevo casi a los empujones me doy cuenta de que estoy algo mareado. Suavemente mareado y feliz. Felicidad que dura unos segundos. La música ahora se ha transformado en un furioso rock and roll y opaca el bullicio de las conversaciones. En el patio están bailando. Se fue Andy y se fue mi reloj. Bajo unos escalones el desnivel y me tiro en los sillones del reservado cerca de la entrada. Sigue ingresando gente. Saludo a algunos viejos conocidos, mientras miro las chicas que van apareciendo espumosas en sus brillos, implacables en su producción. Es hora de irse. Pero sigo sentado, mirando y disfrutando el cigarrillo que acabo de encender. De pronto, unos ojos verdes se abren entre un flequillo. Me pide fuego. Le acerco la brasa sin dejar de mirarla. De dónde conozco yo esos ojos maravillosos. Vos sos el de la escalera, me dice. Sí. ¡Sos el de la escalera! No sé de qué me habla, pero su sonrisa es tan atrapante como su mirada. Sí, le miento, soy yo. Y la tomo de la mano mientras me levanto para llevarla a bailar.

No hay comentarios.: