2/22/2009

Nicanor Parra: Los Profesores

Publicado en >>Lecturas y Miradas


Poesía y Misterio

"¿qué opina sobre el rumbo que tomó la poesía por estos años?" -Claudio Lo Menso-

"No soy de los poetas que dicen aquel estilo me gusta, o ese estilo es bueno porque se parece al mío. Me gustan todos los estilos pero deben cumplir con una condición: tener ¡Mis-te-rio! Porque donde pulula, donde hierve el misterio está la poesía. Ella es el único género al que, para ser importante, no puede faltarle misterio. La poesía argentina, ha abandonado esa búsqueda casi totalmente. Todo lo nuevo es poner ladrillo sobre ladrillo para hacer construcciones iguales y baratas. Los grandes castillos del misterio parecen haberse terminado, aunque siempre hay poetas que vuelven a decirnos que nada está terminado." -María Meleck Vivanco-

(del Nº 29 Revista de poesía La Guacha)

2/15/2009

ANTEOJOS OSCUROS

Su aparición ocurrió un día, hace tiempo, demasiado como para recordar detalles.
Los domingos al mediodía me reunía a almorzar con amigos del barrio. Por cuestiones de interés estrictamente poético me retiré antes y me encaminé a tomar un colectivo que me llevara a casa de mi amiga. Había quedado en reunirme para definir criterios de una nueva revista internacional de poesía. Un poco ebrio quizá, o tan solo ‘alivianado’ por la posibilidad de ‘soñar’ la concreción de la publicación, esperé en la parada correspondiente el ‘134’. Morosamente trepé los tres escalones con el cambio justo en una mano. Mientras el chofer tomaba mi dinero y me extendía el boleto, miré el espejo que sobre él se encuentra. La estratégica ubicación provee una visión completa y singular del interior del vehículo. Su figura entre los asientos individuales llamó mi atención. Giré el cuerpo y dirigí la mirada hacia donde estaba sentada. El largo cabello negro y lacio se confundía con el negro de la campera. El rostro aparecía pálido contrastando con sus anteojos grandes y oscuros. No pude ver tras ellos, pero un fulgor, un ‘algo’ que no logré precisar surgió y me hizo trastabillar al tiempo que el chofer aplicaba un zapato, más pesado que lo que es dable usar cotidianamente, sobre el patín del freno. Por supuesto que no me caí, pero me vi obligado a iniciar la marcha nuevamente desde el comienzo del pasillo estrellado de puchos y chicles. Con mi cara al rojo vivo y la picazón que se anunciaba en todo el cuerpo, busqué entre los rostros un gesto burlón. Por suerte la realidad económica y social vino en mi ayuda; nadie se inmutó. Más que pasajeros parecían figuras de un abandonado museo. Mi recorrida visual, no precisamente por inercia, se detuvo de nuevo sobre su figura. Lucía impenetrable, con la dignidad de una señorona sentada a la mesa del té. Su cabeza apenas inclinada hacia arriba y todos los músculos faciales, al contrario de lo que podría preverse en razón de su actitud casi rígida, relajados. “Una de esas chicas inalcanzables”, pensé mientras me descubría, boquiabierto, escrutando tras los cristales negros que me vedaban sus ojos. Volví a sonrojarme.
El resto del viaje fue un verdadero sufrimiento. Parado como estaba, solo tenía que girar apenas la cabeza para poder mirarla, y yo no deseaba ninguna otra cosa más que mirarla. Pero el temor de que sus ojos estuviesen alertas allí detrás, y me descubriesen en mi ingenuidad, me llenaba de torpeza. Furtivamente, en cada disimulado giro, me demoraba apenas unas décimas de segundo sobre esos gigantescos obstruye-miradas abismales. Rápidamente huía con la terrible sensación de haber sido descubierto. Quizá el recuerdo cobre ahora otra dimensión, pero estoy casi seguro de haber reflexionado acerca de las ventajas de los poetas del dolce stil nuovo al no existir, en aquella época gloriosa, los anteojos oscuros.
Pronto debí bajarme. Pasé delante de ella y audazmente volví a mirarla. No percibí nada, pero al menos esta vez no tuve que abochornarme. La certeza de que era la última, definitiva, mirada me dio esa integridad. Incluso desde la vereda, cuando el colectivo iniciaba nuevamente su marcha, traté, en vano, de verla a través del vidrio y por entre el resto de los pasajeros. Caminé las cuadras que me quedaban con ese vacío en el estómago que deja cierto tipo de impotencia. El recuerdo de su figura me llenaba de ansiedad a cada paso.
Volví a trastabillar cuando, al subir al día siguiente al colectivo que me llevaba al trabajo (¡quién lo hubiese imaginado!), encontré su cara, ya en proceso de idealización, entre los somnolientos y hoscos rostros de la mañana.

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El sol no ejercía aún toda su influencia pero un tenue destello se reflejaba en los anteojos negros. De nuevo la inquietud, la lucha, el terrible deseo de clavar mis ojos bestiales sobre ella y estudiarla con parsimonia, recorrer toda la geografía de su rostro; los bordes latentes del beso; la pendiente nívea del cuello; la elasticidad de su pelo; la insinuación de las ondulaciones del cuerpo, otra vez negado por el amplio vestido. El deseo todo. El temor a la dirección improbable de su mirada. Inventé maneras de observarla sin dirigir mis ojos sobre ella; el vidrio de la ventanilla, en ocasiones, hacía las veces de espejo. Pero la refracción no me colmaba. Creo que llegué a odiar ese tipo de anteojos. A pensar que detrás de ellos alguien me miraba con todo el desparpajo que brinda la seguridad de saberse impenetrable. Por desgracia y por suerte ella se levantó silenciosa, enmascarada y liviana como una pluma y bajó en una esquina.
Por la tarde, antes de volver del trabajo, recorrí las galerías del centro y realicé algunas compras.

Al día siguiente, la mañana se presentó cálida y luminosa. Subí al colectivo con mis gafas nuevas. La muchacha estaba allí, leía un libro, me pareció que levantó la cabeza en el momento en que pagué mi boleto, aunque no tengo la certeza de que haya sido así. Había algunos asientos sin ocupar pero, enfundado en la nueva seguridad que me brindaba la reflexión de los anteojos, me colgué del pasamano desafiante, ubicado de modo tal que no pudiese perderme ningún gesto. Me regodeé deslizándome por cada uno de los detalles de la cara, dejé que me encandilara el reflejo de un rayo de sol sobre su pelo; acaricié las curvas de sus caderas: ese día llevaba puesto un jean ajustado y una remera a rayas horizontales. No se inmutó, siguió leyendo su libro, para envidia de los cortos de vista, un tratado de Gestión Empresarial, del que no levantó la cabeza en ningún momento, como si no percibiese el ardor de mi mirada. De a poco me fui embriagando con su belleza a tal punto que casi me paso de largo: esta vez no había bajado en la parada del día anterior.
La rutina se repitió toda la semana, a excepción del jueves que no la encontré al subir al colectivo. Supuse que no coincidimos, o que ese día su trayecto había sido otro. Durante el fin de semana no dejé de pensar en ella, de imaginar modos de abordarla, de hablarle, de decirle que por favor se saque esos anteojos que necesitaba verle el color de sus iris, los que imaginaba como su homónimo griego, portadores de un mensaje divino. La noche del viernes, la del sábado y la del domingo soñé versiones de sus ojos: verdes; violáceos como el vino; acaramelados como una miel oscura; diáfanos como el cielo de los andes; abisales como los de una sibila.
El lunes, inexorable, coincidimos en el mismo colectivo como una buena costumbre. Lamentablemente, como una buena costumbre.
Parapetado detrás de mis propios cristales oscuros, volví a indagar la impenetrable barrera, sin resultado. Ni un gesto, nada que la delate, yo seguía sin existir dentro del acotado espacio. Por fin, rendido o resignado, avancé hasta la parte trasera del coche y me senté en el asiento del rincón, detrás de la puerta de descenso. El sol de la mañana ya escalaba por encima de los techos de las casas más bajas y entraba por las ventanillas casi horizontal. El pasillo fue llenándose de gente una vez que todos los asientos se ocuparon y el colectivo fue adentrándose en la ciudad erizada de edificios. Un par de cuadras antes del lugar donde solía bajar, la veo aparecer abriéndose paso entre los pasajeros. Ahora el recuerdo se expresa en cámara lenta, y de toda la historia, es el único momento que podría relatar con lujos de detalles. Como dije al principio, ocurrió hace ya algún tiempo, y los contornos de lo que realmente fue se funden con las especulaciones de lo que hubiésemos querido que fuese, pero esta parte permanece inalterable. Ella vestía con una pollera que no llegaba a las rodillas y que acompañaba sus curvas sin empaquetarla, de una tela liviana pero con buena caída, color casi salmón. Una camisa blanca, con mangas tres cuartos, abotonada hasta la altura de su pecho, con un escote que si no prometía el paraíso, al menos invitaba al conocimiento que Eva ofreció a Adán (siempre dudé que fuese una inocente manzana). El cuello elegante sostenía el rostro como un marco, reforzado por los lacios cabellos, para su boca larga. Yo no diría que seria, sino neutra o inexpresiva, seguía luchando para avanzar. Desde mi lugar, la veía como más alta; más delgada; más hermosa; más distante a pesar de que se acercaba. En el momento en el que está llegando a la puerta, la seguidilla de edificios que ocultaban el sol se termina y los rayos ingresan al interior del vehículo con voracidad. El reflejo en el espejo de la puerta trasera, por efecto de una mágica carambola, ilumina el intersticio entre el cristal de las gafas y su cara, poniendo al descubierto, por escasos segundos, la mirada. Sus ojos estaban posados en mí. Supo al instante que el azar le había jugado en contra y, descubierta, su boca dibujó una sonrisa que fue la más sonora invitación que me hiciese una mujer hasta hoy. No pude contener mi sonrisa y mientras ella apretaba el timbre para que el chofer frenara en la parada, me levanté, alisé los pantalones, y me dispuse también a bajar. Ese día llegaría tarde al trabajo.

(borrador) año 1999
ilustración: sobre una foto de Igor Sheremet

2/14/2009

SOLO DE SOMBRAS

Todavía
el sueño lácteo
no retuerce la vigilia.

Abrir los ojos
los míos, los tuyos
en la madrugada
y volver a desmembrarnos
sin preguntar.

Un diálogo
Solo de sombras, jugos y gemidos.

2/06/2009

Actuar para Escribir

"El que escribe también actúa"

Irene Gruss -(reportaje de Osvaldo Aguirre, en Diario de Poesía 77)